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“Julio Cortázar. Clases de Literatura, Berkeley, 1980”, el profesor menos pedante del mundo

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Durante la década de los años setenta la teoría postestructuralista –Barthes, Derrida y Foucault–, entró como un vendaval en la academia norteamericana. Anteriormente, en el año 1968, el primero de esos pensadores había decretado “la muerte del autor” –para Barthes el escritor moderno se ha transformado en un copista, un imitador de antiguos argumentos que le eran transmitidos a través de la tradición literaria–, y su tesis llegaría a convertirse en dogma de fe de los departamentos de literatura de las universidades del país. Ese sería el panorama con que se toparía Julio Cortázar cuando en el año 1980 aceptó una invitación de la University of California, Berkeley, para dictar un curso y dos conferencias a los estudiantes de su Departamento de Español y Portugués. Sin restarle méritos a los aportes teóricos de los críticos antes citados, y por lo que se infiere del libro recientemente publicado por Alfaguara, Julio Cortázar. Clases de Literatura. Berkeley, 1980 (2013), los afortunados alumnos que tuvieron el privilegio de asistir a las clases del autor de Rayuela no solamente comprobaron que éste era un gran profesor, sino que resultaba mucho más ameno que los académicos que a toda hora los bombardeaban con las teorías de la deconstrucción.

Ocho fueron las clases que Cortázar impartió en Berkeley –aproximadamente trece horas en total–, y la trascripción de las grabaciones estuvo a cargo de Carles Álvarez Garriga, editor del libro y especialista en la obra del autor argentino. Garriga afirma en el prólogo que la labor de transcribir las lecciones resultó muy sencilla pues entre el Cortázar oral y el escrito no había gran diferencia: “El mismo ingenio, la misma fluidez, la misma ausencia de digresiones”. Esto queda evidenciado al comienzo de la primera lección, cuando el autor se presenta ante su auditorio y explica en qué consistirá su desenfadado estilo pedagógico: “Tienen que saber que estos cursos los estoy improvisando un poco antes de que ustedes vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco soluciones”.

Cada uno de los capítulos del libro corresponde a una de las clases y están encabezados por un título que hace referencia al tema que se trata en la misma. Entre las más instructivas habría que mencionar Los caminos de un escritor, primera clase, donde el autor habla sobre su evolución como narrador, que él divide en tres etapas bien definidas: estética, metafísica e histórica; y las tituladas El cuento fantástico I: el tiempo y El cuento fantástico II: la fatalidad, segunda y tercera clase respectivamente, en las que Cortázar expone sus ideas sobre la noción del tiempo aplicada a la ficción –“como posibilidad de desdoblarse y cambiar, estirarse y ser paralelo– y sobre la fatalidad o destino, lo que los griegos llamaban ananké. El escritor ilustrará sus disquisiciones sobre el tiempo a través de la lectura comentada de dos de sus cuentos más emblemáticos, La isla a mediodía y El perseguidor, inspirado este último en Charlie Parker, el músico de jazz norteamericano. Para el tema de la fatalidad Cortázar les resumirá a sus alumnos el viejo cuento persa que inspiró la novela Appointment in Samarra, del escritor norteamericano John O’Hara. La lectura de ese capítulo justifica por sí sola la de todo el libro.

Mención aparte merecen los comentarios que Cortázar dedica a la llamada literatura comprometida, muy en boga por aquello años, y el impacto que la Revolución cubana tuvo sobre visión política del mundo (su llamada etapa histórica). Sobre la primera –alguna vez Borges dijo que hablar de literatura comprometida equivalía a hablar de equitación protestante– el escritor se expresará con cierta ambigüedad pues si bien la defiende también reconoce que el compromiso político puede limitar la creatividad literaria. En cuanto a sus opiniones sobre la Revolución, el tono de éstas oscilará entre la ingenuidad, la cursilería y la exculpación, como cuando uno de los alumnos indaga acerca de la censura de Paradiso en Cuba y Cortázar exime a Castro de toda responsabilidad.

A pesar de estas posturas, compartimos la opinión del editor que en algún momento define a Cortázar como “el profesor menos pedante del mundo”. Por suerte los estudiantes de Berkeley, haciendo honor al filósofo que da nombre a la universidad, estaban interesados en temas más trascendentes que el castrismo: el principio de incertidumbre de Heisenberg aplicado a la literatura, el Paradiso de Lezama Lima y los antiguos cuentos persas.

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