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“Manicero en Nueva York, 1980”, Alfredo Triff, 2020.

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Rosie Inguanzo me escribe: “Voy a enviarte un regalito”. Lo recibo cinco días después. Se trata de un CD producido por su esposo, el músico y escritor Alfredo Triff: Manicero en Nueva York, 1980 (2020). El Manicero de Triff, con una pequeña variante en la grafía, es una versión “marielita” del tema de Simons. ¿Marielita? La grabación fue hecha en 1980, en Nueva York, cuando sus ejecutantes acababan de llegar a Estados Unidos por el éxodo del Mariel. Durante mucho tiempo se creyó perdida, hasta que la incansable Rosie la encontró en un casete. El año pasado, al celebrarse los cuarenta años del Mariel, Triff la desempolvó. Era la mejor manera de celebrar sus cuatro décadas en libertad y de rendir homenaje a los músicos que la hicieron posible: Regino Tellechea (voz), Luis Buchillón (piano) Ricardo A. Yazarbe (bajo eléctrico), Ignacio Berroa (batería), Daniel Ponce (congas) y Alfredo Triff (arreglo, producción, violín y coros). El CD cuenta con un magnífico diseño de Luis Soler y un texto antológico de Andrés Reynaldo, el poema-manifiesto que siempre dijo que tenía que escribir para acabar de irse de Cuba. 

Decía el historiador francés Marc Bloch que los hombres no son tan hijos de sus padres como de su tiempo. Lo mismo ocurre con las composiciones musicales y sus versiones. El son-pregón de Simons fue grabado por Rita Montaner en 1927, cuando en las calles de La Habana pululaban los vendedores ambulantes. El arreglo de Triff es de 1980, cuando la venta de un cucurucho de maní podía ser considerado un acto contrarrevolucionario. No menos "peligrosa" era la música que escuchaba el joven violinista por aquella época: Miles Davis, The Jazz Crusaders, Coltrane. Sonidos extranjerizantes que tenía que conciliar con la cuota de montunos que le exigía el Minicult de entonces. Sin maní y hastiados de guajeos ideológicos, para los músicos del Mariel llegar a la Yuma fue entrar a un record shop donde los riffs de Ritchie Blackmore vivían en armonía con la síncopa de Monk; donde el afrobeat de Masekela echaba un pulso con las fanfarrias de los Tijuana Brass y los ostinatos dejaban de ser instrumentos de coerción política. Manicero es producto de esa diversidad que se revela en los slaps ochenteros de Yazarbe y los montunos de Buchillón; en el violín charanguero de Triff, la vitalidad del gigante Ponce y los rellenos de Berroa, más cercanos al rock progresivo que al bebop.

Que nadie se acueste a dormir sin escuchar a este Manicero que al cabo de cuarenta años logra pregonar su mercancía: es fuga, conjuro y acto fundacional. Es catarsis, apoteosis y fiesta. Es la “aparición irrepetible de una lejanía” (W. Benjamin). Es el Río Hudson y el Estrecho de La Florida. El Cristo de la Habana y la Estatua de la Libertad (caserita con cucurucho y antorcha). Es un guiño lorquiano y no solo por el título: la figura de Tellechea prefigurada en un verso del Nacimiento de Cristo, ese que habla de unos lobos que cantan en “hogueras verdes”. Es gesto libertario, expresión democrática y transmutación: los “gusanos” convertidos en mariposas neoyorkinas, como aquellas que en la Oda a Walt Whitman se posan en la hermosa barba del bardo de Manhattan.

Manicero es la libertad.


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