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Encuentro en Talpiot: Amos Oz y Avishai Cohen

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Veo en Youtube una conferencia de Amos Oz, el fallecido novelista israelí. Debe estar rondando los ochenta años y habla de su oficio con la simpleza de un carpintero. Siempre me ha gustado escuchar a los escritores que hablan como carpinteros. El escritor-carpintero suele construir sus historias con la misma humildad y dedicación que se construye un mueble rústico: una mesa, un banco, una cuna.

Dice Oz que la fuerza que lo motiva a escribir es la curiosidad y nada mejor para ello que salir a recorrer la ciudad antes del amanecer. Lo hacía desde los quince años, cuando se fue a trabajar la tierra al kibutz Hulda. Lo siguió haciendo en Arad, la pequeña urbe del desierto de Negev donde residió por muchos años. Y lo hizo hasta el fin de sus días en Tel Aviv, ese milagro urbano nacido entre las dunas y las aguas del Mediterráneo.

A las cinco de la mañana la imaginación de Oz se dispara: ¿Quién es esa mujer que se asoma a la única ventana iluminada de su calle? ¿Por qué está despierta y contempla ensimismada la oscuridad exterior? ¿Qué tal si él fuera ella? ¿Cuáles serían sus deseos? El secreto del storytelling, afirma el autor de Judas, no se encuentra en la originalidad de los argumentos ni en sus ideas, sino en la capacidad del escritor para imaginarse al otro, para ponerse en sus zapatos y meterse bajo su piel.

Lo de recorrer la ciudad desierta parece un hábito adquirido por el novelista en su más temprana infancia. En Una historia de amor y oscuridad, su autobiografía, Oz relata el recorrido que cada dos o tres sábados hacía con su familia para visitar a unos tíos que vivían en un barrio distante de Jerusalén. Eran los años previos al fin del Mandato británico en Palestina y al mediodía las calles de la ciudad lucían tan desoladas como en la madrugada.

Cuenta el escritor que cuando entraban al sector de Talpiot, donde vivían sus tíos —un distinguido suburbio diseñado al estilo de los barrios residenciales centroeuropeos— la brisa del poniente tocaba una melodía que le provocaba una muda veneración. La anécdota me lleva a buscar una frase de Pascal Quignard que anoté hace algún tiempo en una libreta: “Escuchar es ser tocado a distancia”.

Leo a Oz mientras recibo a diario noticias de la gira internacional que en estos momentos realiza Avishai Cohen, el talentoso contrabajista, compositor y cantante israelí de jazz. Soy follower suyo en Facebook y desde hace varias semanas escucho a toda hora su último disco, el magnífico Two Roses, grabado con la Orquesta Sinfónica de Gothenburg. Cohen viene siendo para el jazz de su país lo que Oz fue para la literatura: su figura internacional más reconocida.

Conectado desde sus principios con el jazz latino en Estados Unidos, una de las facetas más interesantes de la música de Cohen son sus versiones de los viejos romances sefardíes que de niño escuchaba en la voz de su madre: Morenika, Puncha puncha, Las tres hermanicas. La confluencia entre música y literatura suele sorprendernos en los momentos menos esperados, y cuando Oz describe aquella melodía que escuchaba de niño en el barrio de Talpiot, lo primero que me viene a la mente son las cántigas que Avishai Cohen nos regala en sus discos. ¿Puede existir algo más hermoso que esto?...

Tres hermanicas eran, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                            Tres hermanicas eran, tres hermanicas son.

Las dos eran casadas, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                              Las dos eran casadas, la una se deperdió.

Su padre con vergüenza, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                        Su padre con vergüenza a Rodes l’anbió.

En medio del camino, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                              En medio del camino castillos la fraguó.

Ventanas hizo altas, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                                Ventanas hizo altas porque no suba varón.

Varón es que lo supo, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                              Varón es que lo supo, y a la mar ya se echó.          

Allí llegó el caballero, blancas de rosa y ramas de flor.                                                                              Allí llegó el caballero y tres besicos le dio,                                                                                                     uno de cada cara y uno al corazón.

Cuán distinto sería el mundo si de repente a los reguetoneros, víctimas de un síndrome inexplicable, les diera por aprender a tocar el laúd y a cantar en ladino. ¿Habrá reguetoneros en la tierra de Amos Oz y Avishai Cohen? La globalización, como diría un boricua, puede ser algo muy cabrón.

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