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El Museo del Verano Eterno

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Para Kookie, maestra y ahora arqueóloga.

Es poco probable que una taza de cerámica made in China, circa 2015, se convierta en una pieza “museable”. Mi esposa me acaba de demostrar lo contrario. Llega a casa con un mug y lo pone frente a mí. Me resulta familiar. Lo tomo en mis manos y lo reviso. Es color azul aqua y tiene un look vintage. En la base se lee: “Homeessentials. Dishwasher Safe. Microwave Safe”. La tristeza en el rostro de mi esposa revela su origen: Fort Myers Beach.

Desde que nuestros hijos eran pequeños el balneario se convirtió en nuestro refugio veraniego. Todos los años, a finales de julio, pasábamos una semana en una casita de Estero Blvd y Jefferson Street. Situada en medio de una arboleda de cocoteros y uvas caleta, nos gustaba la ubicación perfecta frente al mar y su old Florida charm.

Debo que reconocer que el mar de Fort Myers Beach no es el más cristalino. En las listas de las mejores playas de Florida suele aparecer muy por debajo de Siesta Key, Bonita Springs y Naples. Tal vez por eso siempre luce desolada en comparación con estos balnearios. En invierno los snowbirds toman por asalto sus calles. Esa es su temporada alta.

A pesar de ello, Fort Myers Beach siempre ha sido nuestro paraíso. Con sus tradicionales bungalows y sus chalés levantados sobre pilotes, es uno de los pocos tramos de playa de la Florida que aún no ha sido conquistado por las cadenas de hoteles y los condominios de lujo.

Incontables son las horas que he pasado en sus arenas jugando fútbol con mis hijos. Inolvidables sus radiantes amaneceres y sus deslumbrantes puestas de sol; las noches de marshmallows con chocolates y los desayunos en Heavenly Biscuits, el pequeño café donde se hacían los mejores cinnamon rolls del mundo —después de quedar destruido por el huracán sus dueños han anunciado que no reabrirán.

Fort Myers Beach también tiene un lugar especial en mi memoria literaria. Fue ahí, bajo la sombra de los cocoteros, que leí los tochos de Saul Bellow y las historias de Phillip Roth; ahí comenzó mi devoción por Bashevis Singer (Shadows on the Hudson), por Joseph Mitchel (Up in the Old Hotel) y John Williams (Stoner); y ahí experimenté varios de los momentos más gratificantes en mi vida de lector: el descubrimiento de las novelas biográficas de Eudora Welty (Delta Wedding, Losing Battles y The Optimist’s Daughter).

Lo curioso es que yo nunca he sido muy playero. Prefiero las montañas al mar, el frío al calor, la hojarasca a la arena. Como tantas cosas en mi vida, creo que detrás de mi fascinación por ese pedazo de playa floridano está el recuerdo de mi madre.

Hace muchos años, cuando era una niña, mi madre pasaba los veranos en una playa de la costa norte de Pinar del Río, Puerto Esperanza, de donde es mi familia materna. Conservo varias fotografías en las que Olguita Pandiello, pelirroja y pecosa, en pescadores y ballerinas, le sonríe a la cámara abrazada a sus primos, los Baldor y los Navas. A partir de 1959, con la partida hacia el exilio de unos y la conversión al castrismo de otros, los encuentros familiares cesaron.

Siempre sentí fascinación por esas estampas veraniegas de mi madre y sus parientes —en las fotos la arena, los cocoteros y la luz son una réplica de nuestro paraíso floridano— y crecí escuchándola hablar de aquellos días con el dolor y la añoranza de lo que sabemos perdido para siempre. Por eso la primera vez que visité Fort Myers Beach y nos quedamos en la casita de Estero Blvd., sentí que regresaba a un lugar conocido, a un sitio que esperaba por mí desde hacía mucho tiempo. Era como si viajara a la infancia de mi madre o, mejor aún, como si la niñez de mis hijos y la suya se juntaran.

Tras el paso de Ian por Fort Myers me negué a ver las imágenes de tanta destrucción, pero mi esposa se obsesionó con saber la suerte que había corrido la cabaña. Finalmente, tras un viaje a Tampa por la escuela de mi hija, al regreso decidió pasar por nuestra querida playa y ver lo que había ocurrido: junto al terreno arrasado de la casa yacía un montón de escombros donde se veían restos de un sofá, de una cama, las tablas del deck y la carcasa retorcida de la lavadora. Cerca de esta, relumbrando entre los resquicios de los desechos, estaba la taza milagrosa que había sobrevivido a la furia de Ian.

Guardo la taza en un armario y se me ocurre pensar que acabo de fundar mi propio museo: el Museo del Verano Eterno. Es una galería que solo tiene una pieza y el resto se compone de recuerdos y fantasías. Es una colección que solo está en mi mente y de la cual yo soy el único visitante. De sus paredes cuelgan tres pinturas que muestran a dos niñas y un niño jugando en la orilla del mar (aunque tienen la misma edad, una de las niñas es la abuela de los otros dos). En una de las estampas los chiquillos corretean por el litoral salpicando agua; en otra construyen un castillo de arena que ningún huracán, por fiero que sea, podrá derribar. En la tercera pintura el padre, el hijo de la abuela-niña, los observa echado en una tumbona mientras sostiene en su manos una novela de Edurora Welty. Es una novela donde la escritora ha querido eternizar a su familia —¿no es ese el propósito de la literatura? Con su mirada el padre quisiera eternizar a los tres niños. Sabe que el tiempo del amor, como el de los veranos infantiles, es infinito.

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