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El día que Fidel se perdió en Buenos Aires

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Abro Facebook: un chico ha perdido a su perro y le pide ayuda a la comunidad para encontrarlo. Se trata de un labrador negro y se muestran varias fotos de éste y su dueño jugando en un parque de Buenos Aires (la noticia la comparte un amigo argentino). Hace poco perdí a mi perrita pug y me identifico con el dolor del joven. Pero una cosa es que tu mascota muera de vieja y otra que desaparezca en una ciudad de más de diecisiete millones de habitantes.

Ya me dispongo a seguir navegando por el muro de noticias cuando distingo un nombre “familiar” entre los comentarios dirigidos al joven: Fidel. El nombre aparece una y otra vez (ni que estuviera leyendo Granma) y mi curiosidad se transforma en incredulidad cuando descubro que están hablando del perro. “¿Será que he leído bien?”, me pregunto. “¿Acaso nuestra obsesión con Fifo me hace ver su nombre en las páginas de FB de los argentinos?”. Además, ¿quién le pone Fidel a su perro?

Continúo leyendo y compruebo que no estoy equivocado. Sin embargo, pienso que no debo apresurarme y atribuirle una filiación castrista al chico. A lo mejor el perro tiene ese nombre en honor a algún antepasado suyo, aunque enseguida caigo en cuenta de que nadie le pone a sus mascotas el nombre del abuelo. ¿Qué otro Fidel que no sea el “nuestro” (cuesta escribir ese adjetivo posesivo) pudo inspirar al pibe?

No creo que fuera por Fidel Pagés, médico español que inventó la anestesia epidural; o por Fidel Cano, periodista colombiano del siglo XIX; y mucho menos por Fidel Linares, pelotero pinareño seguramente poco conocido en Buenos Aires. ¿Entonces? Es tarde en la noche y decido llamar a mi amigo. Lo interrogo sobre el origen del nombre, pero lo que me sale es un trabalenguas.

—¿Fidel se llama Fidel por Fidel? —le pregunto—. ¿Por Castro?

La respuesta es afirmativa y dice que la práctica es más común de lo que puedo imaginar.

—Pero eso es como llamarlo Videla… —le digo—. O Pinochet.

Mi amigo, que es de izquierda, dice que para la izquierda argentina Pinochet y Castro no son lo mismo. O sea, Pinochet es malo y Castro es bueno. 

Ya es un poco tarde para tratar de entender lo que no tiene explicación, al menos racionalmente. Le digo que ojalá que aparezca el labrador y mi amigo se percata de que omito el nombre del perro. Antes de acostarme vuelvo a leer los comentarios que le han dejado al chico y pienso que nunca antes había entendido tan bien eso de la llamada “teoría de la recepción”, escuela de la crítica literaria que le atribuye al lector el papel protagónico en la creación del significado. Entre los comentarios encuentro estas joyas:

“Ten fe, ya verás que Fidel va a aparecer”.

“No te des por vencido, en cualquier momento Fidel te da una sorpresa”.

“¡Tan bello Fidel!”.

Continúo leyendo y mi imaginación se dispara. Si lo de ponerle Fidel a los perros no es una práctica inusual en Argentina, ¿habrá acaso argentinos que tienen dos perros —digamos, dos pastores alemanes, dos rottweilers— y los llaman Fidel y Raúl? ¿Imaginan las conversaciones entre los dueños?

“¿María, ya sacaste a orinar a Fidel y Raúl?”.

“La próxima semana tengo que vacunar a Fidel contra la rabia”.

“Yo creo que Raúl tiene pulgas: pobrecito, no hace otra cosa que rascarse”.

“¡Fidel, ya te he dicho que se hace popó afuera! ¡Qué atorrante que sos!

De repente tengo un flashback cubano-argentino y recuerdo los célebres conciertos de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés en el Luna Park, allá por los años ochenta: los jóvenes enardecidos cantando La masa y Canción urgente para Nicaragua, entre vivas a la Revolución y a Fidel (el de dos patas, claro). Y a mí me da por pensar: ¿Después de Castro, qué otros cubanos son más populares en Argentina que Rodríguez y Milanés? Lo que me lleva a la conclusión de que durante esa época algunos cachorros argentinos debieron ser bautizados con los nombres de los trovadores cubanos. ¿Y es que puede existir algo más tentador que ponerle Silvio a un chihuahua?

Tantas vueltas le di al asunto que esa noche me sentí atrapado en un conflicto saussuriano, fenomenológico, donde la relación significado y significante se me presentaba como un acertijo. Y de tanto pensar en el tema (creo que llegué a soñar con un labrador negro que aullaba en medio de la Plaza de la Revolución), me dije que cuando adoptara otro perro le pondría el nombre menos politizado posible, algo por el estilo de “motica”, “campeón”, “coco” o “maya”.

Cinco meses después adopté una perra callejera de Puerto Rico. No fue necesario cambiarle el nombre por razones obvias: se llamaba Rose. ¿Puede existir algo más encantador que adoptar una perra sata con un nombre tan extemporáneo como el título de un poema de Juan Ramón o Dario? Además, ya lo había dicho Gertrude Stein en un famoso poema: “Una rosa es una rosa es una rosa”. Y eso es así lo mismo en Miami, La Habana o Buenos Aires.

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