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Cuando las noticias de Cuba y Venezuela llegan hasta Amish Country

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Un amigo se va de vacaciones al Amish Country (País de los Amish), esa región rural de Pensilvania que parece detenida en los tiempos de la América colonial. Aparte de las motivaciones culturales de su viaje –es un fanático de la literatura norteamericana y cree que por los caminos vecinales de Lancaster podrían deambular los espíritus de Hawthorne y Thoreau–, lo impulsa la necesidad de escapar de lo que él llama “el exceso de realidad miamense”: la inevitable y necesaria cobertura mediática de la crisis venezolana –Maduro y sus atrocidades; Maduro y sus estupideces– y las constantes especulaciones sobre la sucesión del poder en Cuba.

A los tres días de su partida comienza a enviarme fotos que dan cuenta de lo bien que la está pasando en su edén anabaptista. Las primeras fotos –mi amigo está inspirado y las titula “amanecer menonita”– registran distintos momentos de esa hora del día en que la neblina se posa como un manto blanco sobre la tierra de Lancaster. En otra foto el sol se asoma por detrás del campanario de una vieja iglesia que se levanta sobre una colina, mientras que una típica familia amish –las mujeres tocadas con cofias blancas; los hombres con sombreros negros– suben la cuesta rumbo al templo. Y no para de enviarme fotos: de unas vacas Holstein pastando en un prado verdísimo –tan grandes, tan desproporcionadas, que parecen salidas del pincel de un pintor primitivo–; de un colorido mercado de edredones y de unas calesas negras tiradas por caballos que se pierden rumbo a un atardecer escarlata.

Me cuenta en un mensaje de texto que cada noche antes de dormirse lee algún pasaje de Walden, de Thoreau, y que su esposa se extasía con un tomo de las cartas de Emily Dickison a su cuñada Susan Huntington. También me confiesa que una de esas noches, a la luz de la luna, él y su esposa se bañan desnudos en el lago que está detrás del Bed & Breakfast donde se hospedan. La última foto que envía es una parodia del famoso cuadro de Grant Wood, American Gothic. En un plano medio, con la vieja iglesia al fondo, mi amigo y su esposa miran fijamente a la cámara. Ella se ha puesto una cofia amish y él sostiene un tridente en la mano derecha. La foto lleva por título Cuban-American Gothic.

Pasan los días y no vuelvo a saber de él. Sospecho que se ha contagiado con los amish, que ha renunciado a la tecnología. Una semana después se aparece en mi casa y me lo explica todo: su esposa quería comprar unos suvenires y acudieron a una tiendecita donde fueron recibidos por un anciano cuyo rostro casi se perdía tras una hermosa barba de patriarca bíblico. Compraron tres artículos: un pote de mermelada de albaricoque, una muñeca de trapo y un libro de fotografías de las granjas más vistosas de Lancaster. Después de pagar el importe intercambiaron unas palabras con el tendero amish. “¿Cuál es su país de origen?, les preguntó éste, intrigado por el acento de la pareja. Mi amigo supuso que al mencionar el nombre de Cuba el anciano pensaría que estaba refiriéndose a un país africano, tal vez asiático. Pero fue todo lo contrario. “Cuba... Cuba”, repitió el anciano, alisándose la barba. “¿Todavía es un país comunista? ¿Y Venezuela? Va por el mismo camino, ¿no?”.

Cuenta mi amigo que al escuchar el comentario creyó estar viviendo una pesadilla. “¿No era que los amish vivían apartados del mundo?”, le preguntó a su esposa, después de abandonar la tienda. “¿No era que vivían como en el siglo XIX?”. La “realidad miamense” se le había manifestado en el lugar menos esperado y ya nada volvió a ser igual durante su viaje. A partir de ese momento, mientras conducía por los caminos de Lancaster, entre los maizales mecidos por el viento, le parecía escuchar una voz —la voz del poeta Kavafis— susurrándole al oído sus versos más famosos: “Nuevos lugares no hallarás, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá… siempre llegarás a esta ciudad”.


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