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“El ruso”. Dayme Arocena, Nueva Era, 2015.

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¿El ruso? ¿Cuál de ellos? ¿Brezhnev? ¿Gorbachov? ¿Putin?”. Daymé, que tiene apellido de combatiente anticastrista, nos lo revela en la primera estrofa de la canción: Mi mamá estudió el ruso allá por los años setenta, dice que aprendió y no puede ni sacar la cuenta.

El tema me transporta a 1980. La enseñanza del ruso acababa de instaurarse a nivel secundario y mi madre había contratado una tutora para que me enseñara a decir la hora —su escepticismo era absoluto: creía que era más fácil aprender a hablar como Toshiro Mifune que como el hombre anfibio, aquel superhéroe soviético que tenía branquias y vivía bajo el agua. Cómo olvidar su nombre: Ictiandro.

También recuerdo el sobrenombre de mi tutora: la Nene. Como la mamá de Daymé Arocena, la Nene era negra. De hecho, la mayoría de las personas que hablaban ruso en mi pueblo eran negros. También lo eran los que mejor hablaban inglés: los Montielo, Felipito “el cantante” e Iván “el King”.

Cada viernes por la tarde acudía a casa de aquella dulce mujer que había aprendido ruso a través de un curso que impartían por la radio y que gracias a su desempeño (tenía más de sesenta años cuando se metió en aquella locura), había sido premiada con un viaje a Moscú. Ya entonces yo fantaseaba con la posibilidad de que un día me premiaran con un viaje como aquel. Eso sí: mi destino final no sería la capital soviética, sino Shannon, el aeropuerto de Irlanda donde los cubanos desertaban a Occidente.

Para sorpresa de mi madre, mis avances en la lengua de Chéjov fueron tan impresionantes que en poco tiempo no solo aprendí a decir la hora y a preguntar cómo se llegaba a la Plaza Roja, sino que hasta logré entender los diálogos de amor entre Ictiandro y la bella Gutiere Baltazar (la historia se desarrollaba en Argentina, de ahí el apellido hispano del personaje).

Sin embargo, con la misma rapidez que aprendí el ruso comencé a olvidarlo, o más bien lo fui desplazando por el inglés y mi afán por aprenderme las letras de las canciones de Led Zeppelin. Claro, mi amnesia era un acto de rebeldía contra aquella imposición lingüística, contra aquel artefacto fonético que a los trece años solo podía asociar con las lavadoras Aurika y los ventiladores Órbita. He ahí otro logro del totalitarismo: despertar el rechazo hacia una lengua con una de las literaturas más ricas del planeta. Y pensar que ahora yo podría estar leyendo en su original aquello de: Todas las familias felices se parecen unas a otras….

De algo estoy seguro: si la mamá de Daymé no hubiera escapado de la órbita soviética (de la órbita política, no de la que ayudaba a mitigar el calor), su hija no hubiera llegado a ser la artista que es. El ruso es su mejor carta de presentación.

Lo primero que llama la atención es la contención que exhiben los intérpretes del tema, que se traduce en una ejecución preciosista donde no hay lugar para estridencias. Esa pulcritud sonora, que lleva el sello del jazz afrocubano por los cuatro costados, se anuncia desde el comienzo con un delicioso contrapunto entre piano, bajo y trompeta. El cimbreante fraseo de esta última, que recuerda la sonoridad de un Clifford Brown, nos revela a unos jóvenes instrumentistas que han sabido asimilar muy bien lo mejor del hard bop en su modalidad más funky, más rítmica. Y, por supuesto, está la voz de Daymé: earthy, candorosa, risueña; el mejor instrumento en esta banda donde no sobra ni falta nada. Mención aparte merece su interpretación de un scat como pocas veces se ha escuchado en la música popular cubana. La joven rezuma rigor y espontaneidad, dos cualidades que no siempre van de la mano.

Lo significativo es que, tal vez sin proponérselo, El ruso, con todo lo que tiene de divertimento musical, no deja de ser un peculiar alegato contra el expansionismo del Kremlin: Pero la vida es el mejor testigo y sabe que nadie ha aprendido a encontrar en ruso la respuesta. Quien dice esto solo tenía dos años cuando colapsó el imperio soviético.

Por favor, que alguien le haga llegar a Putin un disco de esta mujer.

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